Se sentaba silenciosa en
una silla a la salida del Metro Los Héroes todos los días a la
misma hora. Desenfundaba su desteñida flauta Yamaha, que como mortal
arma en su mente figuraba, y comenzaba a tocar melodías sin sentido
y carentes de ritmo. No lograba recaudar ni la mitad del dinero
necesario para vivir, pero se retiraba digna y llena de orgullo.
Convencida de que tal como aquel cuento del Flautista de Hamelín,
ella con su melodía era la responsable de que aquellas ratas que
circulan a su alrededor marchen hipnotizadas, con caras
tristes y la cabeza cabizbaja todos los días.
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