Cada vez que a Pedro le preguntaban sobre las cosas más
tristes y extrañas que había visto en sus turnos de basurero por las noches en
Santiago, el corazón se le hacía un nudo, y lentamente comenzaba a narrar sus anécdotas.
Perros muertos, fetos en estado de descomposición y un montón de atrocidades
figuraban en la lista de hechos que le ponían la piel de gallina, pero que no
lo hacían llorar al recordarlos. En el fondo de su corazón estaba guardado el
secreto sobre lo único que lo había hecho llorar; una carta a medio terminar,
de un hombre que le confesaba a su mujer que él había sido el responsable por
la muerte de su hijo, que el choque no fue un accidente, el alcohol en su
cuerpo le había hecho perder el control del vehículo y provocó el accidente que
mató a Miguel a sus seis años.
Al leerlo por primera vez Pedro había sentido un escalofrío
recorriendo su espalda, pero nada más. El llanto y la pena llegaron al día
siguiente, cuando recordó que la carta estaba a medio hacer, y que quizás ese
hombre jamás le había contado la verdad a su pobre mujer, que viviría en una
mentira y arrepentido por el resto de sus días.
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