Por: Fabián Pino Villagra
El silencio de la
noche se interrumpe abruptamente por el sonido de tres disparos seguidos; hoy
se decretó el primer toque de queda. Despego mi cabeza de la almohada y me
acerco a la ventana. Mis ojos atentos observan por entre las cortinas, pero no
logran divisar nada. Intento volver a dormir, pero entonces llega la angustia e
inseguridad. En ese momento, donde el silencio vuelve a imperar incesantemente,
recuerdo las palabras de mi madre. Palabras que por cierto ahora hacen más
sentido que nunca.
Llegan a mi mente
todas esas veces que me dijo “pero lo bueno es que eso ya pasó” o “qué bueno no
tener que vivir eso nunca más” y realmente me estremezco. Entiendo el miedo y
la desconfianza, pero sobre todo entiendo la rabia. Rabia a sentirse reprimido
y violentado.
Esas memorias no deberían haber vuelto jamás. Aquellas experiencias
deberían haber quedado lejos de quienes ya vivieron suficiente miedo hace 40
años. Qué difícil es ver como se retuerce el dedo sobre aquella herida que aún
no sana. Qué difícil es sentir como los recuerdos y el terror vuelven a quienes
lo vivieron.
Pasa la noche, y al
día siguiente el panorama que muestra la televisión tiene un aire apocalíptico.
Cansado de esa visión, decido salir a la calle y ver las cosas por mi cuenta.
Un paradero lleno de gente da señales de que la “normalidad” está lejos de ser
la tónica, las micros y autos brillan por su ausencia. Las caras ansiosas se
tornan asustadas, cuando una turba bota un semáforo en medio de Avenida
Pajaritos. El estruendo aleja a algunos, pero también crea una audiencia. Los
teléfonos se asoman por sobre las cabezas, mientras el fuego de la barricada,
aún en génesis, reúne más y más personas.
Los minutos pasan y
los gritos y el estallido se hace evidente. La multitud junto al fuego grita
sobre injusticias sociales, emplazando a diferentes rostros de la política
nacional. La llama que emana del semáforo, un par de señaléticas y cajas de
cartón se aviva de pronto, efecto de la bencina, y con ella los estruendos enérgicos
crecen más. Desde algún lado se escucha un grito y los aplausos estallan
nuevamente: “¡Piñera culiao!”.
Enseguida grito,
grito fuerte, grito con la multitud y mi grito se pierde. Me sorprende no saber
de dónde viene esta rabia que siento. Grito de nuevo y me siento liberado,
jamás había sentido tal catarsis y justo en ese momento aparece una micro
amarilla en medio de la calle, despertando la nostalgia de todos los presentes.
Las barricadas se abren y, con una ovación unánime, la micro sacada como de
otro tiempo pasa tocando su bocina, mientras una columna de humo sube al cielo.